The last one hymn (El último himno) nos brinda una bienvenida magnificada y disfuncional (utilizo este segundo adjetivo en sentido positivo), que avanza gran parte de los conceptos que articulan la muestra Líneas de resistencia. En mitad de la sala, una inquietante y fantástica coreografía se exhibe ante nosotros. Por un lado, tenemos el desierto, un territorio árido, neblinoso y sin referencias espaciales fijas; por el otro, una silla, un objeto simple y cotidiano que, ajeno ya a su uso originario, baila de forma espasmódica siguiendo el ritmo de una versión instrumental de Bella Ciao, famoso canto popular italiano de resistencia al fascismo. Mediante la extrañeza hipnótica y sobrenatural de esta danza, Rupérez nos interpela a dos niveles distintos. El primero sería más bien emocional, vital: la resistencia a la soledad, representada por esa obstinación de la silla a mantenerse (aunque siempre acabe cayendo); el segundo –y ahí juega un papel crucial la banda sonora– tendría un sentido político: la silla como posición ideológica, como sistema de pensamiento. Mientras contemplo ese último himno, pienso en las sillas del Café Müller, de Pina Bausch, pero también en la Silla Zaj, de Esther Ferrer, otro claro ejemplo de resistencia infinita «Siéntese en la silla, y permanezca sentado/a hasta que la muerte les separe».
En ese mismo resistir hasta el final, The last one hymn dialoga con The last one (El último), una fotografía surgida durante el mismo proceso de trabajo en el territorio. La imagen congelada de la silla incorpora en escena un nuevo elemento perturbador. Un tensor atado a una de sus patas desvía la atención hacia algo que queda ya fuera del encuadre. La violencia encubierta del cable evoca un peligro inminente, una fuerza mayor que no podemos ver, ni controlar.