20 Jul Reflexiones marginales sobre la superficie y la profundidad. Miguel Cereceda [2012]
1.- Al margen
Puede parecer un procedimiento extraño, pero la filosofía contemporánea nos enseña a abordar los problemas y las cuestiones fundamentales explorando más bien sus márgenes. Un texto marginal de Nietzsche, incluido entre sus póstumos —“He olvidado mi paraguas”—, se demuestra sin embargo esencial para la comprensión de su estilo. Es lo que nos enseña Derrida. El lapsus era para Freud no sólo un síntoma marginal de la conducta, sino una de las claves para comprender la verdadera motivación del inconsciente. Empecemos entonces por los márgenes.
Se trata precisamente de una obra que se titula “Al margen”. Su apariencia es muy elemental: varios vidrios superpuestos, con líneas horizontales y verticales trazadas sobre ellos, que evocan la idea de la hoja de un cuaderno de escritura. Su margen rojo, rotundo en su verticalidad, atravesando limpiamente la horizontalidad de los negros renglones, parece que diera también su título a la obra: “Al margen”. ¿De qué trata esta obra? ¿De qué se ocupa la artista en ella?
Como en El gran vidrio de Duchamp, se trata aquí de una pintura sobre vidrio. ¿Se trata entonces de un cuadro? Es posible que, también como El gran vidrio, este pequeño vidrio de Gema Rupérez quiera eludir deliberadamente su adscripción a géneros artísticos tradicionales. De hecho, entre sus obras, la artista lo clasifica entre las instalaciones. No como cuadro ni como dibujo. Su estructura elemental nos muestra que consiste en seis cristales superpuestos. Cinco están rayados horizontalmente y sobre el sexto aparece trazada una única línea roja vertical: el margen.
¿Cuál es la función del margen? Facilitar la ordenación y la disposición de la escritura. Dar orden y limpieza a la presentación de un texto. Pero sobre todo también el margen sirve para que el texto se pueda articular con otros textos, al encuadernarlo, al coserlo o al graparlo junto con otros, sin que pierda su legibilidad. Es decir, sin que el texto se vea atrapado en los ángulos oscuros de la lectura.
Orden y limpieza son sin duda dos de las características fundamentales del trabajo de Gema Rupérez. Sus dibujos son siempre claros y limpios. Ni expresivos ni confusos ni abigarrados. Sus instalaciones se caracterizan igualmente por su sencillez y la claridad de su concepto. Si la claridad es una de las características de su trabajo, se debe sin duda a que la artista pretende que sus obras sean fácilmente entendidas, interpretadas y leídas. Aparentemente diferentes, se articulan sin embargo entre sí, componiendo una única lectura. ¿De qué hablan?
2.- Evocándote
Una de sus instalaciones está dibujada sobre la pared y parece que nos habla. Se titula “Evocándote”. De hecho está articulada, trazada más bien como una especie de escritura. Pero en esta escritura los renglones no son horizontales y paralelos, sino que dibujan una espiral de texto alrededor de una oreja de bronce. No se trata de palabras escritas y tampoco de figuras dibujadas, sino de meras letras: una A mayúscula escrita repetidamente en espiral alrededor de una oreja. Parece que nos dice claramente: quiero que me escuches, ¿Pero cómo puede escuchar una oreja de bronce? Y aún más: ¿cómo puede una oreja contemplar un dibujo?
Su título, “Evocándote”, nos sugiere una vocación, que es una llamada (vocatio) que a la vez es un recuerdo. Pero más que una verdadera llamada, la palabra “evocar” sugiere un acto mental. La letra aparece aquí como representación de la escritura. La escritura a su vez aparece como representación gráfica de la palabra dicha. Representa los sonidos mediante imágenes. Todo nos hace pensar que se trata entonces de una instalación sonora. Aunque es silenciosa, nos habla. Parece que nos dice algo. La letra dibujada representa los sonidos, que llaman, que gritan, que rodean y merodean alrededor de una oreja. Pero las letras no se dibujan, sino que se escriben. Escritura entonces que llama a la voz y a la palabra. Escritura que invoca la comunicación y los sonidos.
La yuxtaposición sobre la pared de dos elementos visuales (una disposición gráfica de texto y una escultura de bronce) pretende explorar la paradoja de la comunicación: ¿cómo es posible escuchar lo que dicen los textos si son mudos? ¿Cómo puede el oído prestar atención a la silenciosa escritura? Alegorías de la lectura.
En “Evocándote” lo sonoro contrasta frente a lo visual, lo conceptual (las letras) frente a lo figurativo (el oído), el dibujo o la escritura frente a la escultura. En su aparente sencillez de representación los problemas de interpretación se acumulan.
Y sin embargo, su sentido es claro y transparente. Todo apunta en ella como una flecha hacia el oído. ¿Se trata de aprender a escuchar o tal vez de aprender a mirar? ¿Se trata de una alegoría del oído? No. Lo que se pretende es más bien una meditación sobre las dificultades de la comunicación.
En la descripción que la propia artista presenta de su obra, escribe Gema Rupérez lo siguiente: “La pared como objeto de separación y unión del diálogo. La oreja como vehículo de nuestro cuerpo, rodeada de un sonido mudo. Mudo porque solo está escrito y en consecuencia se convierte en un sonido visual. Una espiral de vocales, en este caso la A, que adquieren forma de flecha y que nuestra mente lee, reconoce y reproduce en el cerebro. La contradicción de los sentidos encontrados en un mismo espacio intentando comunicarse”.
Hay aquí por tanto un espacio de diálogo entre dos lenguajes diferentes, el visual y el auditivo, intentando comunicarse. Un problema de escritura y un problema de lectura: alegorías de la lectura. Pero hay más. Sin duda hay aquí representado un problema de comunicación: el problema de cómo escuchar las imágenes o el problema de cómo hacerse oír mediante meros signos visuales. Pero además la artista nos sugiere que las vocales aquí representadas “adquieren la forma de flecha”. La flecha es la forma general del sentido: apunta y señala. Nos indican el interior del laberinto del oído en el que la artista quiere que nos internemos. Pero una flecha no sólo apunta y señala, sino que también se dispara y se clava. Si ello es así, si el sentido de la instalación “Evocándote” nos viene sugerido como una espiral de flechas que apuntan, entonces tal vez sea necesario evocar un sentido más (el tacto), para la comprensión de esta pieza aparentemente visual y sonora. Pues lo que apunta y señala se percibe también con la vista, pero lo que pincha y se clava se percibe tan sólo con el tacto.
3.- Acopio
Y, en cualquier caso, si “Evocándote” aparece presidida por la figura del oído, la instalación que se titula “Acopio” debe sin duda ser pensada como una alegoría del tacto. En este caso también la instalación está constituida por dos elementos yuxtapuestos sobre la pared: un pañuelo bordado, clavado colgando de uno de sus picos, y unas manos de escayola que brotan de la pared, configurando enlazadas una especie de recipiente, que contiene en su interior un montón de alfileres. Si en aquella instalación el elemento figurativo dominante, el elemento humano a partir del que empezábamos a interpretar la pieza, era el oído, en esta otra se trata de las manos. Las manos llenas de alfileres sugieren de inmediato el contraste entre la imagen de algo acogedor y algo agresivo. Las manos acogen, los alfileres se clavan. La referencia al tacto es indudable.
El título “Acopio” parece aludir por su parte a la idea de “recoger” y sin embargo, para la artista, la idea fundamental en esta pieza es la de una ofrenda. En un texto escrito por ella para explicar su trabajo afirma lo siguiente: “La acción de recoger y ofrecer se genera casi siempre a través de las manos, que son el instrumento más directo a la hora de ponernos en contacto con los demás. Este acopio de alfileres alerta al espectador del peligro implícito en cualquier intercambio: toda ofrenda que aceptamos es susceptible de volverse en nuestra contra y acabar pinchándonos”.
Se trata por tanto de una ofrenda que uno acoge y recibe en sus manos, pero que a la vez nos hiere. Como la flecha que señala la dirección y el sentido hacia el órgano del oído, también los alfileres se clavan. Pero ahora la flecha —caso de que deba ser pensada como el signo general del sentido, por cuanto apunta y señala— rebosa en todas direcciones e inunda todo de sentido. De modo que el sentido se desborda.
La palabra “sentido” se nos muestra aquí entonces en toda su equivocidad. Queremos por un lado pensar el sentido de una pieza determinada —y aún más, el sentido de toda una exposición— y con ello sin duda nos referimos a su significado. Pero este sentido, pensado así como el significado de la obra, se nos da por su parte a pensar en dos sentidos. Por un lado, nos parece que hasta ahora lo que nos encontramos en esta exposición es una especie de “alegoría de los sentidos”. Claramente invocados de momento parecen el oído y el tacto, como facultades sensibles de percepción del mundo, ejemplificados por la oreja de bronce y las manos de escayola. Los sentidos se piensan aquí como la facultad general de la sensibilidad.
Tratamos de esclarecer el sentido de una obra de arte (su significado), y este sentido, al presentarse aquí como una “alegoría de los sentidos”, nos confunde. Pues la palabra sentido nos da la impresión de que se utiliza aquí en un doble sentido y ello genera una cierta perplejidad.
Y sin embargo, parece justo que esta pluralidad de los sentidos se diera precisamente en una reflexión acerca del tacto. Pues el tacto no es un sentido como otro cualquiera, sino que debe ser considerado como el sentido general de los sentidos. No sólo es filogenéticamente el más antiguo, sino que incluso podemos afirmar que todos los demás sentidos no son sino modificaciones especializadas del tacto. Aristóteles en el De anima nos lo dice claramente: “la actividad sensorial más primitiva que se da en todos los animales es el tacto” (De anima, 413b). Ello hace entonces del tacto el sentido general de los sentidos.
Pero “Acopio” no es tan sólo unas manos que recogen alfileres. Hay también otro elemento: un pañuelo bordado que cuelga de la pared. El diálogo entre ambos nos hace pensar en un paño para secarse las manos y convierte de algún modo los alfileres en el símbolo del agua. La artista sugiere que el pañuelo aparece ahí como símbolo del consuelo, para limpiarnos la sangre producida por los pinchazos de la ofrenda.
Lo agudo y lo obtuso, entonces, lo pinchante y lo punzante; lo amoroso y acogedor del contacto y lo hostil y violento del pinchazo. Por último, también lo seco y lo húmedo: agua o sangre. Todo nos hace pensar en una alegoría del tacto.
Sobre el tema del tacto giran también las otras piezas de la exposición, Sticky wall y Polishing lies. Aunque aparentemente Sticky wall, una pared construida con adoquines de caramelo podría hacer alusión al sentido del gusto (convirtiendo a su vez esta obra en una alegoría del gusto), sin embargo en ella el elemento dominante sigue siendo la contraposición entre lo atractivo de los caramelos y lo repulsivo —no repugnante, sino repelente— del muro. El propio título de la pieza (muro pegajoso) parece aludir a esta doble ambigüedad entre una cosa que defiende y protege, como un muro, pero que también resulta atractiva y pegajosa. Lo pegajoso de estos caramelos vuelve a remitir toda la pieza al sentido del tacto.
Por su parte también Polishing lies podría parecernos una ulterior alegoría del olfato. Pues sin duda en ella el elemento simbólico dominante es una nariz arrastrada por un papel de lija. Lo que haría de toda esta exposición finalmente una especie de alegoría de los sentidos, al estilo de las alegorías renacentistas. Sin embargo una vez más es el elemento táctil el que domina la pieza. Aquí la nariz que se arrastra sobre el papel de lija es la de Pinocho, el niño de madera al que le crecía la nariz cuando mentía.
4.- Favilas
Alcanzamos así poco a poco, empezando por los márgenes, el fondo de la exposición o mejor dicho, el suelo, pues ahora se trata de una instalación sobre suelo. “Favilas” consiste en una alfombra de camisas blancas de caballero. Las camisas aparecen dobladas, planchadas e impolutas. Sin embargo, sobre el hueco de sus cuellos, la artista ha depositado diferentes montoncitos de carbón, que conforman el cuerpo material de estas formas blancas: su fondo mineral.
Las camisas blancas aparecen aquí como un evidente signo masculino, y su disposición —perfectamente alineadas— como imagen de un cierto orden social. La artista dice que las camisas se presentan como símbolo de jerarquía o autoridad patriarcal. Es posible que, mediante ellas, se quiera significar el orden de dominación masculina o incluso la uniformización social que esta impone. No está exenta esta obra por tanto de una cierta perspectiva feminista que sugiere un orden social uniformizado, del que muy pocos consiguen escapar.
Pero, aunque las inquietudes sociales y las preocupaciones por el sistema de dominación masculina no están ausentes de la obra de Gema Rupérez, no creo que esta deba ser la interpretación preferente de esta pieza. De hecho, el título “Favilas” no apunta en esta dirección. El diccionario de la RAE dice de “favila” que es una palabra poética para denominar a las pavesas o cenizas del fuego. Con ello los trozos de carbón se convierten en una alusión a la muerte y a las cenizas, y toda la instalación en una especie de vanitas. Sic transit gloria mundi, parece querer decir. Todos los lujos, vanidades y oropeles de este mundo no son en realidad más que cenizas: pulvus eris…
Hay ciertamente en la instalación “Favilas” un discreto componente simbólico religioso, acentuado por el hecho de que dos de esas camisas no se ven invadidas por el carbón. Dos de los huecos o de los vacíos generados por el cuello de las camisas quedan deliberadamente vacíos. Como si fuese posible mantener una cierta pureza o como si algo de lo que hacemos no fuese del todo mortal. Tal parece que sea el trabajo del arte: resistir a lo perecedero, sobrevivir a las cenizas.
No creo que haya sin embargo en la instalación “Favilas” una especie de contemptio mundi. Por el contrario, el hecho de que dos huecos sean aquí deliberadamente dejados vacíos, parece que es lo más significativo. El estudio etimológico de la palabra “vanidad” nos muestra su relación con vanus, que quiere decir, vano, hueco, vacío. Gema Rupérez deja aquellos dos huecos de la camisa deliberadamente vacíos, sin carbón. Es decir, nos aparecen sin su componente material, sin su fondo mineral, como una imagen posible de formas puras o formas sin contenido. Ello nos obliga a reflexionar sobre la imagen de huecos que contienen el vacío o de formas sin contenido.
Pues lo cierto es que esta imagen de formas vacías o sin contenido no es en absoluto nueva en la obra de la artista. Por el contrario, ya en 2010 presentó una instalación en el Cuarto Espacio de la Diputación Provincial de Zaragoza, titulada “Esperando su cuerpo”, en la que aparecían, suspendidas en el aire y colgadas de sus respectivos ganchos, una serie de fantasmales formas humanoides blancas, carentes de cuerpo. Se trataba de monos de pintor, uniformes de trabajo, alineados en serie y colgados del techo, que aparecían como almas blancas esperando su cuerpo o como meras pieles desolladas. Se intentaba entonces una meditación sobre el alma (De anima). Pero que el alma sea representada bajo la forma de la piel vacía o de la vestidura sin contenido puede resultar sorprendente. Pues ello haría que lo más superficial, la piel, se convirtiese en imagen de lo más profundo: el alma.
Hay en cualquier caso una cierta analogía entre ambas instalaciones. Pues, tanto en aquella del Cuarto Espacio, como en “Favilas” se trata de uniformes blancos alineados. En ambos casos aparecen claramente estos uniformes como emblemas del alma. Esperando un cuerpo o bien conteniendo un cuerpo puramente mortal (el fondo mineral que nos constituye), también las camisas aluden a un elemento puramente formal que acaso sobrevive a las cenizas, y que acaso también nos redime y nos salva. Frente al cuerpo mortal y mineral, las camisas aparecen como almas, frente al contenido aparecen como meras formas y frente al fondo, como algo puramente superficial.
5.- Llegando al fondo
Parece entonces que ahora sí tocamos verdaderamente el fondo, cuando hemos alcanzado el sentido alegórico de esta instalación. Ya lo hemos dicho, no es más que una alfombra de camisas dispuesta sobre el suelo. Y una alfombra no es sino una superficie de tejido. Una superficie al fin que, como una losa, cubre otra superficie: el fondo. Pero, aunque alineadas, abotonadas y planchadas, las propias camisas aparecen a su vez como formas sin contenido, meros uni-formes, que en su unidad formal nos representan la uniformidad social y la forma uniformada de sentir, de percibir y de relacionarse con el mundo. Almas muertas al fin. Almas de cuerpos muertos o incluso almas sin cuerpo. Meras camisas vacías, como las que las serpientes mudan todos los años. Formas sin cuerpo, almas sin vida.
Se trata entonces finalmente de la imagen de un cementerio: las camisas alineadas unas junto a otras no son más que sepulcros blanqueados, y las camisas vacías no son más que sepulcros vacíos (cenotafios). Cementerio de uniformes y libreas era como llamaba Duchamp a los moldes máchicos del Gran vidrio (De nuevo el Gran vidrio). Formas masculinas rígidas y muertas (como aquí). El fondo entonces al que aquí llegamos no es otro finalmente que la muerte. No hay otro fondo. Pero frente a este fondo todo lo demás aparenta vano y superficial (vanitas). Frente a la muerte la vida misma no es más que un juego de formas y de meras superficies. De ahí la importancia de las formas, aunque estén vacías, y de las superficies. Pues ellas son en realidad las formas mismas de la vida.
Porque en efecto, hablar de almas sin vida resulta bien extraño, pues precisamente el concepto de alma fue pensado para tratar de explicar el principio general de la vida. De hecho, en el Peri psijés —el tratado acerca del alma de Aristóteles al que antes nos hemos referido— no encontramos una psicología en sentido moderno: ni hay una doctrina general de la conducta humana (lo que en Aristóteles corresponde más bien al ámbito de la ética) ni hay tampoco una doctrina de la inmortalidad, de la pervivencia o de la trascendencia del alma humana. No hay en rigor ninguna teoría específica sobre el alma humana. Lo que en la psicología de Aristóteles nos encontramos es más bien una doctrina general del principio explicativo de la vida (zoé), que es lo que anima a todos los seres vivos y muy especialmente a los animales (ta zooa). Sin embargo, no es por ello tampoco el De anima una doctrina especial acerca de los animales, sino una doctrina general acerca de la vida y de sus características. Por eso hay en el De anima una teoría especial de todos y cada uno de los sentidos. Pues los sentidos son, empezando por el tacto, una de las características fundamentales de los seres vivos.
Jean-Luc Nancy lo repite insistentemente, tratando de pensar el concepto de alma en Aristóteles: “El alma —afirma— es la diferencia consigo que constituye el cuerpo, lo que Aristóteles enuncia al definir el alma como la forma del cuerpo viviente (…). El alma es la forma de un cuerpo. Hace falta comprender que la forma no es un exterior con relación a un interior. ¿Qué sería un cuerpo sin forma? Lo anunciaba hace un momento, sería una masa, una sustancia pura. La forma de un cuerpo es antes que nada el cuerpo mismo”1.
Pensada así como forma del cuerpo, el alma sería además su aspecto, su apariencia, su figura. De modo que, en los seres animados —y en particular en los animales— el alma viene a identificarse con la piel y en último término con el sentido del tacto. “Todo cuerpo que esté en posesión de un alma —escribe Aristóteles— posee también la facultad del tacto”2. Según esto, también las plantas tendrían esta facultad. Pero Aristóteles lo excluye explícitamente: pues, al igual que los huesos y los pelos, las plantas carecen en su opinión de la sensación del tacto. Sin embargo, sin el tacto no puede existir el animal y aún más, sin el tacto, no puede existir ningún otro sentido. Lo que le otorga al tacto una primacía filogenética sobre los otros sentidos y un carácter de principio explicativo general de la vida animal. Y por ello, de alguna manera Aristóteles reconoce que el tacto es el padre y la madre de todos los otros sentidos (y con respecto al gusto y al oído lo afirma explícitamente): el sentido general de los sentidos.
Pensada como “forma del cuerpo”, el alma puede también ser considerada como principio vital general. De hecho, si uno se dirige a los libros contemporáneos de biología, lo que uno encuentra en realidad no es ninguna definición sensata de la vida, sino más bien, como en Aristóteles, una clasificación de las características propias de aquellos seres a los que llamamos vivos. Y en esta remisión a las características comunes de los seres vivos, todos los libros de biología coinciden en describir la célula como el elemento de menor tamaño que puede considerarse un ser vivo. Y toda célula no es en rigor más que una agrupación de elementos inorgánicos bajo una membrana.
Ya lo afirmaba en 2006 la propia Gema Rupérez en un trabajo académico sobre la plástica contemporánea, citando a un estudioso del tema: “En la naturaleza existen organismos vivientes sin estructura, no los hay sin piel: en el primer escalón de la escala biológica hay microorganismos compuestos sólo de una membrana que separa un interior de un exterior. La piel, con sus especializaciones, es el lugar privilegiado de los cambios de energía y de información que caracterizan la vida”3.
Es entonces la membrana lo que constituye la forma y también la horma de la célula. El alma de la célula es, en cierto modo su membrana, algo extenso que permite aislar el citoplasma de su entorno, pero también el medio de contacto por el que la célula se comunica con el mundo. “El tacto —dice Aristóteles— recibe su nombre del contacto”4. Pensada como forma y como horma del cuerpo más elemental de los seres vivos, entonces su alma no sólo coincide con su forma, sino también con su extensión.
Del mismo modo, el estudio contemporáneo del tacto lo contempla cada vez más como una extensión de la mente (expanded Mind). No sólo por el número de terminaciones nerviosas táctiles que deben de contemplarse propiamente como una continuación del sistema nervioso periférico, sino también como una construcción táctil de la propia identidad. Sin contacto corporal no hay aprendizaje, no hay educación, no hay afecto y no hay sexualidad en los humanos. No hay amor y tampoco hay erotismo. El tacto es el contacto, pero el tacto también es el principio vital. Sin tacto no hay posibilidad de vida animal. Es el principio y el origen de todos los otros sentidos y se encuentra expandido y repartido por toda la piel. Psyche ist ausgedehnt.
1 Nancy, Corpus, trad. de Patricio Bulnes, Arena Libros, Madrid, p. 90.
2 De anima, 435 a
3 Ezio Manzini, La materia de la invención, materiales y proyectos, Ed. Ceac S.A 1993 Barcelona; citado por Gema Rupérez en su trabajo para la
obtención del DEA, titulado Materiales plásticos y escultura contemporánea. La seducción de la transparencia, p. 56.
4 De anima, Id.
6.- De vuelta a la superficie
Llegamos entonces así finalmente a la convicción de algo que hace tiempo había enunciando ya la reflexión acerca de la esencia de la poesía: que la piel es lo más profundo. La sentencia es de Paul Valéry y aparece en una especie de diálogo banal o mejor dicho superficial, sobre diversos temas, pero en el que retornan y se repiten las reflexiones acerca de la forma y el contenido. Se trata del texto titulado La idea fija, publicado en 1932, en el que se intenta reproducir el modo de hablar despreocupado de una conversación intrascendente. Y a pesar de ello, de su carácter aparentemente desordenado, y a pesar de su carácter apresurado o puramente anecdótico, allí se abordan también precisamente las cuestiones acerca de la forma y del contenido, o acerca de lo profundo y lo superficial. Allí se dice efectivamente que “lo más profundo que hay en el hombre es la piel”, pero no sólo por una aversión explícita hacia la idea de profundidad, sino también por la convicción de que “la vida misma es, en resumen, un curioso hormigueo enteramente confinado en una película de un mínimo espesor”. Y esa idea de la vida procede en realidad, como en el caso de Gema Rupérez, de una reflexión acerca de la forma, en la que se le da una extraordinaria importancia a lo superficial y a la piel. Por eso todo el libro de Valéry tiene también esa apariencia superficial, porque “la forma de hablar dice más de lo que se dice… El fondo no tiene ninguna importancia esencial”. Por eso también los dos interlocutores que allí aparecen no tendrán ningún reparo en concluir no sólo que ello implica “una teoría de la poesía”, sino incluso que “la filosofía es una cuestión de forma”5.
Nuestra reflexión sobre la superficie nos ha llevado así a la conclusión de que la superficie es también lo más profundo. No sólo porque en el fondo el propio fondo no es nada, sino también porque en realidad toda reflexión, incluso la más profunda, se nos da bajo la forma de un reflejo. Y el reflejo se da siempre sobre una superficie.
Ello nos permite entonces volver a aquella obra inicial, puramente marginal y aparentemente superficial que se titulaba “Al margen”. Que era una pieza superficial, lo evidenciaba claramente su propio juego con las superficies. Pero que estaba dotada de una extraña profundidad era algo que su propia apariencia nos ocultaba. Pues no sólo es una instalación engañosa, dotada de profundidad, cuando aparentemente nos muestra una sola superficie; sino que es también en esta obra donde se reflexiona específicamente sobre el tema general de esta exposición: “sobre la superficie”.
No de modo sorprendente se abre la obra de arte titulada “Al margen” a la disposición de un texto. Pero este texto aquí dejado al margen nos descubre sin embargo para nuestro estupor más bien una textura. Nos despeja la apariencia de una hoja de papel. Y en cuanto tal una cualidad táctil insospechada, la textura cálida del papel sobre la superficie rígida y fría de una hoja de cristal.
5 Paul Valéry, La idea fija¸ trad. de Carmen Santos, Antonio Machado Libros, Madrid, 2004, p. 121.
Madrid, 21 de octubre de 2012