Cuerpos y espectros. Anotación mínima en torno al trabajo de Gema Rupérez. Javier Fuentes Feo [2012]

 

En la película Ghost Dance, dirigida en 1983 por el cineasta independiente Ken McMullen, el filósofo francés Jacques Derrida reflexiona acerca de una cuestión fundamental a partir de la experiencia cinematográfica: el lugar de los fantasmas. Dilemas como la asunción de la muerte por medio del duelo; la voz de un otro que es siempre uno mismo desde el momento en que habla ante una cámara; o la manera en que las telecomunicaciones incrementan exponencialmente la aparición de los espectros, son algunas de las cuestiones a las que Derrida hace alusión. Ahora bien, no hay ninguna duda de que estos temas, complejos y misteriosos al mismo tiempo, pueden extender su campo de aplicación a otras artes como la literatura —donde la voz de los ausentes se interioriza como propia—, la escultura —memoria por antonomasia de la máscara mortuoria—, o incluso la danza —donde quien baila parece hacerlo, en muchas ocasiones, confrontado a un otro que le acompaña sin hacer acto de presencia—.

Se hace evidente así que el problema de lo fantasmagórico ha sido una cuestión clave en el desarrollo del arte en general y del arte contemporáneo en particular. Cuerpos borrados, insinuados, velados, desgarrados, esfumados… Cuerpos diluidos o anhelados “reaparecen” una y otra vez en el panorama artístico de los últimos dos siglos. Ahora bien, ¿de dónde surge esta preocupación en torno al cuerpo atravesado por una dinámica espectral? ¿Se trata acaso de una herencia latente de aquellas imágenes de Auschwitz filmadas tras la liberación, o se debe más bien a un problema consustancial a la modernidad; una condición que incumbe a todos aquellos que fueron borrados por el torbellino implacable de la historia? Desde esta perspectiva, el cuerpo es un “lugar” de duelo, de ausencia y de misterio, algo que, para cualquiera que pretenda confrontar nuestro complejo pasado y nuestro efímero presente no resulta ni mucho menos baladí. El cuerpo deviene, por tanto, un testigo extraño capaz de desvelar toda la complejidad de dos siglos cargados de violencia y, por eso mismo, de memorias fallidas y de duelos inacabados.

En la mayor parte de los trabajos que Gema Rupérez ha realizado en los últimos dos años no sólo nos golpea con intensidad el problema del cuerpo, sino también el desgarro que circula en torno a él, es decir, el de aquella violencia casi siempre silenciosa que lo conforma y lo confronta. En ese sentido una parte importante de sus propuestas podrían leerse desde aquellas consideraciones feministas que hablaban del cuerpo como un campo de batalla: “Your body is a battleground”, afirmaba Barbara Kruger en 1989. Y sin embargo, a pesar de que en esa línea interpretativa la influencia de artistas extraordinarias como Eva Hesse o Nazareth Pacheco podrían considerarse importantes, lo cierto es que sería un error tratar de leer estas obras en clave exclusivamente feminista. Lo complejo se interpreta siempre de múltiples maneras, y si bien una de ellas puede ser la cuestión de género, otra tiene que ver con la aludida dinámica de los espectros como problema existencial, ético y político de primer orden.

Así pues, parece necesario dejar constancia de que el cuerpo surge con intensidad en el trabajo de esta artista, pero no se trata nunca de un cuerpo presente, sino de un cuerpo que, o bien se disloca como fragmento para recordar un dolor que es sutil pero permanente (Acopio, 2011, Evocándote, 2011), o bien se da, en sus mejores obras, en tanto que ausencia; un rasgo que quizá podríamos asumir desde la experiencia fundamental de la pérdida y la melancolía. ¿No es cierto acaso que en obras como Llena y vacía (2011) o Pasamanos (2011) es la mano dañada, esto es, el cuerpo afectado, el auténtico tema de la obra? ¿No existe una ausencia fantasmal en el sillón esquinado que compone Amor en un solo sentido (2010)? Y ¿no parece el cuerpo castigado, sometido y evanescido el dilema último de Castigo (2011) o Descolgando enredos (2011)?.

Gema Rupérez se interesa, al menos en sus últimos trabajos, por el cuerpo entendido como una latencia irrenunciable que nos habla de aquella pérdida (nunca) original que nos constituye. Por eso, estas obras hacen referencia a aquel dolor impuro que es siempre la herencia y el testimonio invisible de una subjetividad que no puede llegar a completarse. Todas estas instalaciones remiten, así, a un dilema íntimo y político crucial: la importancia de una cierta iconoclastia del cuerpo maltratado que retorna siempre como un trauma espectral; el trauma de nuestros afectos, el trauma de nuestra historia, el trauma de la pérdida, del desgarro y la desaparición.